HARMONIA CARMONAJESÚS RAMOS HUETEGERMÁN SCELSO
 



CV

SELECCIÓ DE VÍDEOS PER A PROJECCIÓ

VIDEOGRAFIA

ARTICLE DE JOSETXO CERDÁN & GONZALO DE PEDRO

 



DE CUERPO PRESENTE. EL CINE ÉTICO DE GERMÁN SCELSO
JOSETXO CERDÁN & GONZALO DE PEDRO

Quince años tuvieron que pasar desde que Germán Scelso acabase la primera de sus películas, significativamente titulada El fin (1996), para que empezásemos a ver su trabajo. Quince años en los que el cineasta se prueba, se equivoca, aprende, en definitiva, encuentra su camino. O quizá no tanto, ya que si algo está claro en el trabajo de Scelso desde un primer momento es que es un cineasta con una mirada, con una capacidad de formalización de las imágenes y con una ética muy particulares. Todas ellas están en El fin, pero también en De ojos privada (2003), Cogombre (2006), El engaño (2009) o Un pensamiento de Laura (2009), por referirnos a la obra menos reciente que conocemos. Es cuando menos paradójico que en el tiempo de las autopistas de la comunicación, de un mundo conectado en Internet, la obra de Scelso permanezca quince años oculta o, al menos, no tenga la visibilidad que se merece. No es este el lugar para analizar el porqué de dicho fenómeno, aunque está claro que los agentes culturales/cinematográficos de nuestro entorno alguna responsabilidad tienen, pero sí al menos el lugar para señalarlo.

Así pues, estamos ante la paradoja de encontrarnos, como salido de la nada, con un realizador como Germán Scelso, cuya obra realiza un recorrido formativo y ha alcanzado una madurez indudable sin que nadie (o muy pocos) se hayan percatado de ello. Somos nosotros, quienes valoramos su trabajo de forma pública, los que nos encontramos en una situación bastante inédita: ¿Quién es Germán Scelso? ¿De dónde proviene su trabajo? ¿Cómo podemos situarlo en el tiempo y en el espacio?

1. A modo de genealogía
En 1977 Luis Ospina y Carlos Mayolo realizaron conjuntamente su cortometraje Agarrando pueblo (Los vampiros de la miseria). La obra se convirtió en una pieza fundamental del documental latinoamericano (aunque en realidad era un fake) por la agudeza con la que ironizaba sobre lo que el conjunto de críticos y cineastas conocido como Grupo de Cali había denominado pornomiseria. El término sirvió para denunciar la explotación de la pobreza extrema que muchos documentalistas (algunos latinoamericanos, pero la mayoría de fuera de la región) venían realizando a lo largo de toda la década de los setenta: descendientes directos del cine militante que había hecho fortuna en los años sesenta y siempre amparados en pretendidas buenas intenciones, pero faltos de un análisis sociopolítico de la situación real y con limitadísimos recursos formales, estos cineastas se dedicaban a realizar unos (sub)productos que se vendían muy bien en Europa y sus vecinos del norte (Estados Unidos y Canadá), donde esos circuitos de explotación servían para que las clases medias biempensantes expiasen sus sentimientos de culpa por el módico precio de una entrada de cine (muchas veces de Cine Club). Era el precio de la militancia (o uno de ellos).

El término pornomiseria no tardó en tener éxito entre la crítica y la academia occidental y en los años ochenta ya se utilizaba de manera generalizada para descalificar cualquier producto que mostrase la miseria de frente, sin tapujos. Con el paso de los años, y la extensión del movimiento de la political correctness, que nació –no hay que olvidarlo– en los ambientes más puritanos de la sociedad anglosajona, por mucho que estuviese vinculado al pensamiento de izquierdas, el descalificativo de pornomiseria se extendería, no para denunciar la explotación neocolonialista de los pobres, sino para evacuar de las pantallas, principalmente en la producción documental, cualquier imagen que pudiese herir la sensibilidad del biempensante espectador medio occidental. Lo que había nacido como una denuncia de la explotación desde el tercer mundo, había sido fagocitado de nuevo desde los sectores de la inteligencia occidental, ahora para tapar aquellas realidades que, pese a todo, seguían siendo hirientes.

Muchos años después, el cine de Germán Scelso se revela contra esa dictadura de la prudencia y el buen gusto. Pero el cine de Scelso no es un cinema grosero con el espectador, sino un cine que le reta y le obliga a cuestionar su posición. Seguro que todavía hoy habrá quien, al conocer la obra de Scelso se atreva a despacharla rápidamente calificándola de pornomiseria, pero en realidad, se trata de una reflexión sobre los procesos de representación de lo oculto, un intento de incluir al espectador como un actor más en la compleja relación entre lo escondido, el que filma y el que lo contempla. Son pocos los cineastas que hoy en día trabajan esos registros, intentando agitar la plácida indiferencia, o la cómoda e hipócrita solidaridad, del espectador ante la pantalla. Aunque algunos hay: Ben Russell y Óscar Pérez serían dos ejemplos muy diferentes formalmente (entre sí y con respecto a Scelso), pero los tres tienen algo en común: los tres son documentalistas éticos.

2. A modo de constelación
La revuelta de Scelso frente al cine de la corrección política tiene que ver también con una forma de entender el cine donde lo importante y fundamental son los cuerpos. Cineastas que apuestan por la fuerza física y fotográfica del retrato de los cuerpos, de sus presencias, pero sobre todo de sus quebrantos, de sus debilidades, de sus imperfecciones y de sus límites. Sin ir más lejos, como el Nicholas Ray de Rebelde sin causa que aparece en La sensibilidad (2011). No es extraño que esa tradición tuviese una clara línea de desarrollo en lo que podríamos denominar el cine queer, con títulos fundamentales como el Portrait of Jason (1967) de Shirley Clarke, pero también fuera de él (tanto en el terreno de la ficción, como del documental y del experimental), con títulos que pueden ir desde Stan Brakhage, John Cassavetes o Lech Kowalski a David Cronenberg o David Lynch y que, sin duda, se mueven en una tradición plástica donde Francis Bacon o Lucien Freud aparecen como dos referencias incontestables. Una constelación de referencias que se puede articular de muy diferentes maneras y que también se puede rastrear en España a través del trabajo de Ángel García del Val o de Óscar Pérez, donde la España negra (de Goya a Gutiérrez Solana), cobra su mayor expresión cinematográfica de las últimas cuatro décadas.

Ese cine de la exploración de los límites del cuerpo está siendo también en los últimos años una línea de trabajo en la que se desarrollan algunas de las películas más interesantes del panorama contemporáneo, como The Ballad of Genesis and Lady Jaye (Marie Losier, 2011), película sobre cuerpos en mutación, película sobre cuerpos, y géneros, y roles, en proceso de cambio, que trabaja además la idea del cuerpo como campo de batalla contra lo políticamente correcto y lo socialmente establecido. La historia del cantante Genesis P-Orridge y su amada Lady Jaye, que decidieron someterse a cirugías estéticas para igualar sus cuerpos en un proceso físico que simbolizara su unión espiritual es una de las películas más combativas en favor de la representación y aceptación de lo outsider, de lo freak. La película de Losier está muy lejos del trabajo de Scelso, aunque ambos coinciden en el interés por las vidas fuera de la norma, por los extremos de lo social, por aquellos que, voluntaria o involuntariamente, se han arrinconado, obligándonos a los demás a redefinir los límites de lo aceptable. Y ambos dos coinciden, sobre todo, en centrar sus trabajos en los cuerpos de los personajes. Scelso presta especial atención a los rostros (el retrato, no como espejo del alma, sino más bien como barrera, máscara y misterio), mientras que Losier filma los cambios físicos de sus protagonistas, pero ambos dos entienden que el peso de la película pasa por la importancia que cobren los cuerpos en escena.

El cine de Scelso es, en realidad, algo más que un cine de los cuerpos: es un cine de lo físico y de la materia viva. O mejor: de la materia viva que roza ya la putrefacción. Porque todo lo vivo termina por marchitarse, hay en sus películas un trabajo muy físico con esos cuerpos retratados como elementos en proceso de desaparición, como la naranja devorada por las hormigas en medio de la calle que encontramos en De ojos privada (2003), la rana putrefacta de La sensibilidad, los platos con restos de comida que adornan la casa del protagonista de El engaño (2009), o el cuerpo deforme del protagonista de El modelo (2011). Los cuerpos que Scelso filma no son cuerpos en plenitud, sino carnes en declive que dan muestras ya de su lento discurrir hacia la muerte. En todo caso, Scelso está lejos de recrearse en lo mórbido: la muerte, la mentira, el engaño, la putrefacción, son al fin y al cabo aspectos de la vida imposibles de obviar. Por eso su cine es una celebración de la vida a través de su declive, a través de sus zonas oscuras, olvidadas o marginales. Y por eso, en su cine, la memoria, que no es sino otra expresión de la muerte, se hace presente a través de los cuerpos: es la memoria encarnada, bien en sus abuelas, que son las portadoras físicas del legado de los desaparecidos familiares, bien a través de los cadáveres de la fosa común que aparece a mitad de De ojos privada. Es por eso que el cine de Scelso presta tanta atención a lo físico, al peso de los cuerpos, a la belleza de lo imperfecto y agostado, porque es la carne la última portadora de la memoria, y su desaparición conlleva la inevitable muerte de la historia (con minúsculas).

3. Universos familiares en contacto y en contraste
La sensibilidad arranca con un plano informe en el que Scelso está colocando la cámara ante las que luego sabremos que son sus abuelas (María Luisa y Laura) y la cámara se cae, mostrando la impericia del cineasta, presentándose a sí mismo como una figura frágil y expuesta al fracaso. Es la manera, casi impúdica, que Scelso encuentra de presentarnos a las dos ramas de su familia, y lo complejo y conflictivo de las relaciones familiares: solo desvelando la impostura, solo poniendo al descubierto el aparato cinematográfico, solo dejando ver la fragilidad de su acercamiento, Scelso es capaz de enfrentarse a lo que representan para él sus abuelas. A partir de ese momento, la película se va a articular como una radical contraposición de opuestos. María Luisa, la abuela paterna, cuenta como su padre, un emigrado español, se hizo rico en el Chaco y fue un convencido franquista, mientras que la abuela materna, Laura, es de origen pobre. Ambas lo verbalizan en sus entrevistas, pero sobre todo, ambas tradiciones quedan claras en las formas del habla (el acento fuertemente cordobés de Laura, frente al menos definido de María Luisa), las fotos de los antepasados (con la oposición de las de las madres de ambas, casi un tratado de antropología visual en lo referente a las imágenes de las clases a lo largo del siglo XX), o la música (Frank Sinatra, Under My Skin, para María Luisa, mientras que Laura escucha un cassette de la música folklórica de Carlitos Rolán y Aldo Kustin que Scelso tiene a bien mostrarnos en un primer plano). Scelso es el hijo de esa doble tradición, casi imposible de reconciliar, y la película visualiza esa herencia escindida enfrentando de forma explícita a quienes representan sus dos vínculos con su propio pasado. La relación con sus orígenes salpica de manera evidente todo el cine de Scelso, que volverá en dos ocasiones sobre sus abuelas, encarnaciones físicas de su memoria. Y lo hará en dos películas que simbolizan esa tradición escindida: una película para cada abuela, un retrato a cada una de ellas. En Lágrima de María Luisa (2011), el proceso de racionalización del dolor que pone en escena la abuela mientras cuenta la desaparición de su hijo a manos de los militares de la dictadura contrasta con la lágrima que resbala por su mejilla, en un plano que Scelso corta para introducir una foto del archivo familiar, que rompe el dispositivo de (casi) plano único que desarrollaba la película hasta el momento. La decisión de no incidir en esa lágrima no es sino otra muestra de la conflictiva relación de la familia, y del realizador, con el pasado no asumido del todo de su familia. Al final de esa película, la abuela le pedirá que corte el plano, mientras habla con alguien fuera de cuadro, y Scelso, mintiendo descaradamente, mantendrá la grabación (y luego montará el fragmento en el filme final). Volveremos sobre esa figura de la mentira en Scelso en breve, pero antes conviene apuntar como el reverso de esa mentira, en cuanto a dispositivo cinematográfico, nos lo muestra el realizador en la pieza extremadamente breve, de poco más que tres minutos, que realiza en 2011, sobre su otra abuela: Un pensamiento de Laura. En este caso, la cámara captura el rostro de la abuela en un primerísimo primer plano muy cerrado mientras ella actúa según las detalladas indicaciones que le da el nieto para crear la imagen espontánea de que un pensamiento cruza su mente. La complicidad con la abuela, para burlar, no al espectador, sino al propio dispositivo documental.

4. De orilla a orilla: entre dos mundos
El origen periférico de Germán Scelso, argentino de Córdoba, una ciudad del interior a la que la capital, Buenos Aires, siempre ha dado la espalda con más indiferencia que desprecio, parece traducirse en una fuerte conciencia de marginado cinematográfico. No se trata solo de que Scelso se acerque con su cámara a los espacios y personajes más periféricos, sino de que su propia posición como cineasta es la de un marginado, un outsider, alguien que habita en los límites de lo social y cinematográficamente aceptado. Y esa circunstancia vital se va a repetir cuando Scelso se instale a vivir en Barcelona: marcado por su posición de migrante, la mirada del realizador va a explorar de nuevo los limites de lo aceptable socialmente, nos va a mostrar todo aquello que parece que queremos evacuar de nuestro campo de visión, o al menos todo aquello que las instituciones quieren que evacuemos. A una Barcelona postolímpica de tersa superficie, Scelso va a oponer una Barcelona de contrastes extremos. Mientras, con afectada nostalgia, las instituciones recuperaban, por ejemplo, el recuerdo de una Barcelona canalla desaparecida en los sucesivos homenajes que se le han hecho al fotógrafo Joan Colom, Scelso filmaba cómo esa Barcelona seguía existiendo pero sus obras no encontraban un espacio de difusión. Visibilidad y monumentalización del recuerdo que sirven para ocultar el presente, políticas de promoción cultural frente a creación formal, algo a lo que, tristemente, estamos demasiado acostumbrados.

Porque las piezas de Scelso son difícilmente asumibles desde las instituciones. Donde más se revela el carácter marginal de su trabajo es en las formas y materias empleadas para la construcción de su cine: un vídeo sucio, de baja calidad, y un trabajo con la cámara decididamente amateur, cuando no torpe y feo. Ya hemos citado el arranque de La sensibilidad, donde Scelso tropieza y hace caer la cámara, pero estos gestos torpes se repiten por todo su cine, de forma muy consciente (no estamos, en todo caso, ante la torpeza de un aficionado, sino ante la voluntaria construcción formal, feísta y radicalmente agresiva, de un cineasta que busca violentar el lenguaje, también lo hemos dicho, Goya y Bacon como figuras en la recámara del artista). El propio lenguaje cinematográfico, y la materia empleada, es la de un marginal: vídeo barato, cámara de baja definición y colores contrastados, muy lejos del hiperrealismo de las actuales cámaras HD.

Esta decisión estética esconde en el fondo una postura ética: la violencia de la imagen agreste, poco definida, no es sino una manera de multiplicar el proyecto de ética agresiva y militante que Scelso pone en marcha en sus películas: un ataque contra el confort del espectador. En El Fin (1996), Scelso graba a uno de sus protagonistas mientras se afeita en un cubo, en el sucio patio de su casa. El protagonista, un enano deforme que acaba de perder a su madre, y al que sus hermanas quieren ingresar en un manicomio, acusándole de loco, mira a la cámara, y le dice a Scelso: “¿No estás grabando, no?”, a lo que él responde: “No”. “¿Qué haces, entonces?”, le pregunta. “Sólo estoy probando”. Y Scelso continúa grabando, y luego monta ese material, pero lejos de ocultar su mentira, la manera traicionera como trata a su protagonista, la incluye en el metraje de la película. Con esta mentira, Scelso empieza algo que desarrollará de forma mucho más brutal en su trabajo El Modelo (2011): la ruptura de los pactos entre director y personaje, la exploración de los límites entre lo correcto y lo inapropiado, entre lo confortable y lo descaradamente incómodo. Documentales en los que el director mienta a sus personajes hay muchos, tantos como los que mienten a los espectadores. En realidad sería más sencillo contar los documentales que no lo hacen: mentir ni a unos ni a otros. Lo que no es tan habitual es encontrar trabajos en los que el director nos enfrente a esa mentira (y más cuando el personaje es un marginal), y son muchos menos los que lo hacen con la voluntad clara de violentar, no al protagonista, sino a quien se asienta en la butaca. Tras una declaración así, la posición del espectador deviene tremendamente incómoda: es cómplice, y no solo testigo, de una mentira (donde lo que espera ver es una posición mucho más caritativa por parte del realizador), que se está desarrollando en la pantalla para él, y solo para él. Scelso pone así en escena un pacto complicado a tres bandas: el protagonista cree que no está siendo grabado, pero tanto el director como el espectador saben que sí; un pacto que acaba con la placidez de cualquier narración para convertirla en un acto de violencia en dos sentidos: hacia el protagonista y hacia el espectador. Y es así donde emerge una ética radical: una ética que niega al espectador una mirada complaciente hacia esa marginalidad, una ética que obliga al espectador a mirar de frente y sin contemplaciones a esa mentira, una ética donde la mentira no es la de Scelso, sino la del cuerpo social, que margina y castiga, cada día, durante toda su vida a esos seres marginales. Scelso no ejerce ninguna violencia sobre esos personajes que estos no reciban cada día; lo que hace es, de una manera muy inteligente, devolver esa violencia contra un espectador que, adocenado en su mirada burguesa, esperaba un poco más de conmiseración para poder volver a dormir tranquilo esa noche. Ahí radica la fuerza ética de un cine que parece arrancado de algún agujero de la historia. Bienvenido, Scelso.


JOSETXO CERDÁN ÉS PROFESSOR A LA UNIVERSITAT ROVIRA I VIRGILI (TARRAGONA) I DE NAVARRA. HA SIGUT PROFESSOR VISITANT A LA NEW YORK UNIVERSITY DURANT DIRECTOR ARTÍSTIC DE PUNTO DE VISTA, FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DOCUMENTAL EL 2010 I PROGRAMADOR DEL ROBERT FLAHERTY SEMINAR EL 2012.

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josetxu.cerdan@gmail.com.

GONZALO DE PEDRO AMATRIA
ÉS COORDINADOR DE PROGRAMACIÓ DEL FESTIVAL PUNTO DE VISTA, PROFESSOR D’ANÀLISI DE LA IMATGE AL CENTRO UNIVERSITARIO VILLANUEVA / UNIVERSIDAD COMPLUTENSE, I PROFESSOR ASSOCIAT DE LA UNIVERSIDAD DE NAVARRA. A MÉS, FORMA PART DEL COMITÈ DE REDACCIÓ DE LA REVISTA CAIMÁN. CUADERNOS DE CINE (ABANS CAHIERS DU CINÉMA. ESPAÑA), I COL·LABORA COM A CRÍTIC EN MITJANS COM ROLLING STONE EL CULTURAL, LEVANTE, SENSACINE.COM O BLOGS&DOCS.COM.

.gdepedro@gmail.com.

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