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"Llorenç Soler, el testimonio de una mirada", per Manuel Barrios Lucena
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Llorenç Soler, el testimonio de una mirada

Está muy bien que en iniciativas como la que aquí se presenta se invite a participar a un autor como Llorenç Soler. Y no lo digo solo por el indudable interés que es capaz de despertar su obra. A la calidad de sus trabajos hay que añadir además lo que su figura representa en el panorama de la creación audiovisual de nuestro país. Sin duda alguna la obra de este autor dignifica la programación de este festival al brindarnos la posibilidad de acceder a un creador que, después de haber desarrollado una extensísima obra que abarca desde el cine independiente hasta el vídeo de creación, pasando por el documental, la ficción, el teatro, la instalación o la misma televisión, es capaz de mantenerse en plena vigencia. Más allá pues, de las obligadas dependencias que este tipo de eventos suele tener con la actualidad de un medio en constante transformación, la obra de Soler vendría a ofrecernos aquí y ahora el testimonio ineludible de cómo se construye una mirada comprometida con su tiempo.

Pero lo interesante del caso y para la ocasión que se nos brinda de poder acercarnos a su obra, es que esa variedad de registros no se presenta en compartimentos estancos ajenos entre sí. Soler no pasa de puntillas por ninguno de ellos, ni se limita a ser un especialista o un profesional. Consciente de la pérdida de unidad que provoca el desgarro de la Modernidad, acepta el reto de comprometerse con el medio, luchando por trazar una trayectoria que lo lleve más allá de posturas y prejuicios que pudieran limitar su propia capacidad de expresión. Nada le es ajeno. Y es en razón a dicho compromiso que al detenernos ante la obra de Soler, vale la pena atender especialmente a aquellos momentos en los que el autor toma la decisión de arriesgarse a cambiar de soporte, de lenguaje, de técnica, de estilo, pues en ese traspaso podemos detectar a través de su mirada y con toda claridad, en qué medida el mundo adquiere su forma conforme nos lo explicamos y cómo, a su vez, los distintos materiales y las herramientas que utilizamos para explicarlo no dejan de ser una metáfora de nuestra manera de situarnos ante él. Es en esas encrucijadas donde, a través de obras como la de Soler, nos es dado no solo acceder al germen que pudiera dar lugar a una realidad nueva, sino que además se nos brinda la posibilidad de experimentar esa unidad que creemos perdida.

Es cierto que Llorenç Soler se presenta a sí mismo como cineasta y que la extensa obra que ha venido desarrollando hasta hoy se centra especialmente en el género documental. Pero en su postura podemos detectar algo más que un simple encasillamiento, si la contrastamos con su obra y con el momento elegido para optar por ese término con el que se identifica. Soler no solo hace y ha hecho cine. Si se define a sí mismo como cineasta no es precisamente para acotar un marco de actuación restringido, sino todo lo contrario, para dejar patente y reivindicar, a día de hoy, sus orígenes y su pertenencia a una tradición sin la cual sería imposible profundizar en la realidad de los medios tal y como los conocemos en la actualidad. Soler no solo hace y ha hecho documentales. En su adscripción a dicho género hay una clara conciencia de que es ahí, en ese deseo primigenio de captar la realidad, donde el medio se pone a prueba a sí mismo y donde todavía es posible seguir investigando en nuevos territorios. Más allá pues de dogmatismos y de tópicos al uso, Soler se siente a gusto en el conflicto, en el encuentro, en la transgresión y en la irreverencia. No sólo como trama argumental o como lugar para el debate social o político, también como espacio desde el que poder confrontar modos y maneras de representar.

No es fácil encontrar autores con la experiencia de Soler, capaces de abordar sin complejos y con la coherencia suficiente territorios aparentemente tan diferentes como el cine, la televisión, el vídeo, la instalación, el teatro, la pintura, el documental, la ficción o el ensayo. Y no precisamente porque se trate de un espíritu inquieto al que nada le termina de satisfacer. Sino, como ya se ha apuntado, por el grado de compromiso que dicho autor tiene con todo cuanto se relacione con la imagen y la problemática que de ella se pueda derivar en una sociedad como la nuestra. No es casual pues, como apuntaba anteriormente, que Soler se adscriba al documental en tanto que género capaz de convertir la reflexión sobre el propio medio en una seña de identidad. Documentar la realidad, hablar sobre ella significa también poner sobre la mesa y en tela de juicio los materiales y las herramientas con las que pretendemos representarla. Es en este sentido que Soler huye de todo aquello que pueda limitar su capacidad de conectar con el mundo. Y es en este sentido en el que mi interés por su obra, se centró especialmente en aquellas etapas en las que decide cambiar de registro, de soporte, de técnica, para mantener su compromiso con el medio y en consecuencia con su tiempo.

Decía Panofsky en una de sus escasas alusiones al cine que su generación todavía podía gozar del privilegio de haber asistido al nacimiento de una nueva forma de arte. Con Soler tenemos todavía el privilegio de contar con un autor en el que el paradigma cinematográfico se encuentra con los nuevos modos de representación derivados de la imagen electrónica. Deudor, en sus primeras obras documentales, del Neorrealismo más radical, Soler se fija especialmente en uno de sus autores más controvertidos: Pasolini. Referente que nos sirve para comprender hasta qué punto, y desde un principio, nuestro autor gusta de situarse en los límites entre la realidad y su representación. Nunca olvidaré el día que vi por primera vez El Altoparlante. Aquello ya no era cine. Un mediometraje en 16 milímetros en el que podemos ver a una sucesión de personajes anónimos captados en primeros planos y escogidos al azar desde la ventanilla de un coche, en un barrio marginal de Barcelona. El audio era impagable: Soler se había hecho con un disco de discursos de Franco y decidió utilizarlo como banda sonora. El resultado era demoledor: la tristeza más profunda se paseaba por aquellos rostros en blanco y negro moviéndose a cámara lenta, mientras las miserias intelectuales del dictador se hacían patentes en el triunfalismo de unas palabras vacías y de una voz ridícula y anodina. Era como un mantra: rostros y más rostros sucediéndose uno tras otro sometidos a una cantinela monótona, cargante. Fue durante aquel visionado cuando comprendí que para Soler el documental era su banco de pruebas ideal para investigar sobre los límites de su propio lenguaje. No le importaba el metraje, pese a las precariedades técnicas a las que estaba sometido dada su condición de cineasta independiente y, por qué no decirlo, subversivo. No le importaba el argumento en un momento en el que documental era considerado un género subsidiario o menor y el cine de ficción campaba a sus anchas. No le importaba ningún tipo de planificación o puesta en escena que pudiera desvirtuar la fuerza expresiva de un instante tomado al azar. Un juego surrealista que contraponía la realidad oficial a lo que pasaba en la calle, dejando al espectador a merced de sus propias sensaciones. Fue allí donde, alguien, una generación más tarde, reconoció los orígenes de su propia mirada. Nada tenía que envidiar aquella pieza a las propuestas que con el tiempo habrían de hacerse desde el ámbito de la creación videográfica. Y fue entonces cuando decidí ahondar en la herida, en el conflicto, en las fronteras que Soler rompía una tras otra.

Localicé finalmente las dos obras puente que lo harían pasar del soporte cinematográfico al vídeo. E-vidències y P.S.1. La primera, un reportaje documental rodado en 16 milímetros y en el que Soler experimentaba con la edición electrónica. Su dominio de la narrativa y del montaje ponía a prueba el nuevo dispositivo para cerciorarse de que éste respondía a sus exigencias de cineasta bregado. Siempre he sospechado que era demasiada casualidad el hecho de que precisamente esta pieza de transición hacia el vídeo, tuviera como tema de fondo el extraño mundo de los videntes, de los espiritistas, de esos traficantes de imágenes que tan de moda estuvieron en su momento, coincidiendo con la aparición de la fotografía y del cinematógrafo. Casualidad que en cualquier caso nos hace pensar, más allá de los aspectos sociales que se plantean en esta obra, hasta qué punto Soler no presiente, al escoger este tema, la transformación de su propia mirada, la liquidación de una etapa que habría de dar paso a nuevas experiencias.

En la segunda de estas dos obras referidas, P.S.1, Soler se abrirá ya a las nuevas posibilidades que se le brindaban, plantando la cámara en el plano fijo de un pecho femenino al que, durante unos cuarenta minutos de plano secuencia, someterá a las más variadas intervenciones. La imagen que hasta aquel momento había estado siempre al servicio de la narración, de la historia, quedaba convertida así en objeto, en paisaje, adentrándose de esta manera en los territorios de la instalación. Territorios que, desde otra perspectiva, ya
le eran sobradamente conocidos, pues pocos han sido los casos en los que Soler se mantuviera al margen de las consecuencias sociales, políticas o humanas que su obra pudiera provocar. Así, tampoco fue casualidad que coincidieran en el tiempo ese cambio de soporte y los acontecimientos históricos que dieron lugar al proceso de transición política en nuestro país. A una nueva realidad le correspondía necesariamente una nueva mirada. A eso me refería al aludir al compromiso que Soler mantiene con el medio y con su interés por la experimentación. Uno tras otro, fueron cayendo aquellos puristas que, anclados en sus sueños de celuloide, no supieron interpretar el signo de los tiempos. Y fue precisamente esa actitud irreverente y a la vez comprometida que caracteriza a Soler, la que le permitió comprender que no podía permanecer impasible, que no podía quedarse al margen ante un cambio tecnológico que arrastraba tras de sí una nueva forma de mirar, de entender, de explicar y de representar la realidad.

Vale la pena recordar a estas alturas y ante el nuevo paso que nuestro autor se dispone a dar, que, como él mismo suele decir habitualmente, ese compromiso con el medio que lo lleva a experimentar constantemente, nunca se interpondrá como excusa para desentenderse de la función social que todo arte debe desempeñar, ni del posicionamiento ideológico que todo autor debe tomar frente a su propia realidad. Como buen francotirador, Soler da entonces el salto y tras haberse adentrado en los entresijos del soporte videográfico, entiende que es hora de plantarle cara al monstruo: la televisión. Aprovechando la pérdida del monopolio que ostentaba Televisión Española, Soler no solo pone a disposición su larga experiencia como cineasta y documentalista para formar a los profesionales que habrán de dar vida a los nuevos canales, sino que además, aprovecha la circunstancia para poder seguir jugando. Y no sólo desde el punto de vista formal. La estructura televisiva le permite estar en primera línea de actualidad, tomándole el pulso a los acontecimientos, poniendo a prueba el sistema hasta agotarlo en la medida de sus posibilidades. En los programas de contenido cultural Soler encontrará el terreno abonado para sus intereses: la literatura, el cómic, la arquitectura, el arte, el diseño… Pero llega un día en que la pesada estructura de la burocracia televisiva le quita la cámara de la mano y entonces decide tomar la puerta antes que dejarse caer por la pendiente.

De nuevo en la trinchera, se expone a cualquier propuesta que pueda abrirle nuevos caminos, sin abandonar su espíritu crítico, sin permitir que el reconocimiento profesional adquirido suponga un lastre para su imaginación. Cine, más televisión, vídeo, instalaciones, escritos… Hasta que un día decide poner en marcha un proceso de síntesis que lo lleva a buscar aquellos mínimos elementos que le permitan expresarse con la máxima libertad, sin tener que darle cuentas a nadie, sin tener que someterse al dictado de la producción. Y de nuevo se lanza a otra aventura. Para ello le basta un simple juguete y llamar a la puerta del vecino para pasar un rato. Así de sencillo. Soler se hace con una cámara handicam y un día habla con el barbero del barrio, otro se pasea por pueblos abandonados en compañía de un geólogo que vive cerca de su casa; aprovecha un viaje de vacaciones para abordar la situación política de Cuba; pasa una temporada en Galicia y le graba una entrevista a Ramón Sampedro para que le hable del arte de morir dignamente; le hace un favor a un amigo y termina realizando un documental sobre la adopción entre parejas homosexuales; monta un homenaje a Orson Welles entrevistando a los extras que participaron en Campanadas a medianoche, y de aquí a unos meses tiene previsto acompañar a un afilador trashumante que ha conocido…

Para Soler el dispositivo es ante todo un instrumento de relación social que le permite entrar en contacto con el mundo. Y la naturaleza de ese dispositivo, sea cual sea, cine, vídeo, televisión…no sería sino la posibilidad de ensayar diferentes caminos para el encuentro. En el compromiso del artista está el que dichos dispositivos trasciendan de su mera funcionalidad para abrirse a la realidad de cada momento, para explorar los límites de nuestra propia imaginación. Sin duda Llorenç Soler ha sabido hacerlo y continúa haciéndolo.
La prueba de ello es que ese proceso de síntesis en el que ahora se halla inmerso no responde a una actitud de distanciamiento. Todo lo contrario. Qué sentido tendría llamar a la puerta del vecino si no es para comunicarse con él, aunque solo sea compartiendo una mirada.


Manuel Barrios Lucena
REALITZADOR DE TELEVISIÓ. LLICENCIAT EN BELLES ARTS PER LA UNIVERSITAT DE BARCELONA. COORDINADOR DEL MÀSTER DOCUMENTAL Y SOCIEDAD A L’ESCOLA SUPERIOR DE CINEMATOGRAFIA I AUDIOVISUALS DE CATALUNYA. PREMI CIUTAT DE BARCELONA 2003, SANT JORDI DE CINEMATOGRAFIA I DEL COL·LEGI DE DIRECTORS DE CINEMA DE CATALUNYA 2004. DIRECTOR I REALITZADOR DEL PROGRAMA UNA MÀ DE CONTES, PRODUÏT I SELECCIONAT PER TELEVISIÓ DE CATALUNYA PER AL INPUT 2007.
 

 

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